¿Qué llevar de viaje?




Dejaría en mi maleta un gran espacio para el silencio, como si de un lienzo se tratara y que se vaya salpicando con lo que voy aprendiendo de otros paisajes y costumbres.

Mi bolsa de mano estará llena de olvidos sobre cómo “deben ser las cosas” para ir rellenándola de cómo son, aunque me sean ajenas.

Llevaría un frasquito de confianza, para que cuando el miedo me envuelva pueda dar un sorbo y dejarme caer en brazos de una aventura que, sin entrega, sería hueca y superficial.

Me pondría un calzado cómodo para no tener prisa, dejando que el reloj sólo marque el ahora, y un sombrero de respeto, para en cada paso, poder recoger con todos mis sentidos lo que hay o se mueve a mi alrededor.

Mantendría la cabeza vacía, respirando cada sensación y suceso de mi viaje, no dejando lugar para el juicio, asintiendo a lo que me resulta extraño y abriéndome a la experiencia con la misma actitud de sorpresa y curiosidad, que tienen los niños.

Y al regresar a mi hogar, esperaría a que mi alma alcanzara a este cuerpo cansado, para poder incorporar en mi vida parte de lo vivido, como si se hubiera vuelto una costumbre, dejando fuera lo que no sirve, para que lo nuevo tenga su sitio en esa geografía humana interna que todos compartimos: un cuerpo para estar y caminar, una mente para pensar e imaginar y un corazón para sentir y amarnos.

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